sábado, 11 de septiembre de 2010

NO hay más cerveza

Vengo en el ómnibus en uno de los momentos más místicos de la semana. Aunque no quiera, siempre es así. Es el momento en el que freno y puedo pensar un poco. Es cuando vuelvo de Manga, en un ómnibus de trayecto largo que me permite observar a la gente que sube y baja, me permite ver diferentes partes de Montevideo. Voy viendo cómo va cambiando la gente que entra y sale del ómnibus, los destinos y sus motivos de viaje: los que trabajan, los que van de paseo, los que van de fiesta y los que van a visitar a algún familiar. Voy viendo cómo la ciudad pasa frente a mis ojos, cómo las calles van mejorando en la medida que me acerco al centro, cómo el sol termina de caer anunciando el fin de un día que sirvió para frenar la vorágine y para mejorar un poco un barrio. Veo todo eso mientras mi cabeza tiene un murmullo de historias recién escuchadas. Trato de pensar en algo pero las distintas historias entran en mi cabeza y trato de dar una explicación. Historias de vida recién contadas, recién puestas en palabras, algunas de ellas por primera vez exteriorizadas, frente a un extraño, que parece de confianza y que parece, también, que en algo puede ayudar. No están seguros, pero me doy cuenta que algo de seguridad ese extraño transmite, porque veo cómo existe un depósito de esperanza en que las cosas puedan cambiar.

El estado de mis pensamientos, situado en lo anterior mencionado, no está del todo contextualizado para lo que está por venir. Me bajo en la parada de Berro, como para escuchar de pasada alguna melodía atractiva, como para anunciar que es sábado y que el Tartamudo está por dar comienzo a sus acordes. Logro escuchar algún saxo y alguna que otra trompeta, pero no es jazz, me doy cuenta que no es en vivo y me quedo pensando en qué puede ser. Miro el cartel de quiénes estarán este mes. Pero en mis orejas se me cuela entre las trompetas una guitarra eléctrica que no está de acuerdo con el resto, discute con el saxo y parece que viniera de otro lado. Sigo caminando, alejándome del Tartamudo y de su música instrumental y veo cómo pequeños grupos de gente, con camperas de cuero, pelos largos, tatuajes en cantidad y cervezas en mano, van de un lado a otro. Sigo marcha y veo que los peludos van en aumento, que los rulos tirabuzón son multitud y que el volumen del heavy metal de la Plaza de la Bandera está por estallar los vidrios del viejo Santini, el vecino arquitecto, el meticuloso de los artefactos. Imagino sus lentes, su ceño fruncido con cara de queja y su señora con voz calma, tratando de tranquilizarlo, como "comprendiendo la expresión artística de estos jóvenes chaqueta-negra."
Voy al almacén de la esquina, a comprar alguna cosa, y me sorprende un cartel improvisado en lapicera bic: "NO HAY MÁS CERVEZA".
Detrás de mí, hay una de las tantas barritas de peludos tirabuzón, con remeras de "La sangre de Veronika", que se sorprenden casi al unísono, al igual que yo, y uno exclama:
"Y bue, habrá que achicar con aglún vinito, entonces".
Entro y veo una fila interminable de chaqueta-negras con vinos rosados, tintos, alguna grapa miel, y algún tabaco para armar. Nada de mermelada para el viejo Santini, ni yerba para su señora. Simplemente lo necesario para digerir el toque de la plaza, al que me arrimo y me sumerjo entre la multitud, accediendo al mismísimo centro del pleno pogo, con bolsa de almacén y entre todos los rulos y barbas y piercings y lenguas cortadas a la mitad.
Termina mi curiosidad, aunque pudiera quedarme un rato más entre tanta ropa negra aportando un poco de color, pero sabiendo que cumplí con esa necesidad de mezclarme en ese tumulto, cruzo la calle y veo que vuelvo a mi barrio, por tan solo unos pocos metros, donde veo que el señor mayor que duerme en la esquina de mi casa está ahí, sentado, escuchando música metal, quizá pensando que cuando él nació eso no existía y que hoy dormirá sin la radio.


martes, 7 de septiembre de 2010

Sol de setiembre desde adentro

Lentamente el sol va cayendo en el horizonte. Un hormiguero de personas cargando palas, martillos, cintas métricas y mangueras niveladoras se va escurriendo por entre las calles. De todos los pasajes van grupos de personas que van charlando, algunos más alegres, otros más pensativos, unos con esperanza y otros con impotencia y desazón.

En el barrio veo cómo también existen sentimientos bien diversos. Algunos van cerrando las puertas de sus casas rápidamente luego de un día de trabajo, y con cierta ansiedad van aprontando todo para el día siguiente. Otros se detienen para observar en detalle el estado en el que está su terreno, pensando en el día que está terminando e imaginando cómo será mañana. Observan ese hormiguero y piensan, vaya uno a saber qué.

Entro a su casa y sé que no me ven. Estoy frente a ellos pero no lo saben. Los escucho hablar, respirar, los veo moverse y mirarse. Siento su presencia pero ellos no la mía. Me encuentro de repente en una escena que parece cotidiana pero no lo es, pues hoy estuvieron en el barrio un grupo de personas que por lo general no están. Podría ser un sábado más, pero sin embargo hay un aire en el ambiente que hace notar que es diferente.

Vero se termina de tomar ese mate lavado y le comenta a Peco, su pareja, que tiene ganas de empezar a vender ropa en la feria de los domingos después de los partidos de fútbol de Agustín. Le comenta que Agus podría ser de gran ayuda. Peco, pensativo, como absorbido en su pensamientos, le contesta con un “si” que no dice mucho. Ella sigue proyectando su negocio y enseguida imagina todo lo que puede llegar a ser bueno como para vender y así tratar de sacar la familia adelante. Vero sigue hablando, comentándole sobre las estrategias que tiene pensado adoptar, la gente que va a contactar pero ve que Peco le está prestando poca atención.

Peco trata de seguir la conversación pero su cabeza está situada en otro lado, en cómo se ve a sí mismo después del día de hoy. Recuerda cómo estaba hasta hace unas horas, hoy bien temprano en la mañana, antes de comenzar a construir y se ve distinto, siente que ahora está con más fuerzas, con más empuje y piensa por un instante cuánto quisiera que esa sensación permaneciera para poder encarar los desafíos que tiene como padre de familia de un asentamiento. Anhela por un instante lo bien que le haría sentirse con esas fuerzas y con esa motivación para poder transmitirla en su familia y en su barrio. Se siente pleno y lleno de coraje, porque está dispuesto a entregarlo todo, todo por pisar firme fuera del barro y decir presente haciéndose su lugar y el de su familia en este mundo.

Veo que Vero sigue charlando y veo también que mientras habla también piensa, pero piensa de otro modo. Es una mujer más práctica y los discursos impulsivos nunca le han caído muy bien. Aún tiene cierta desconfianza con todo lo que le está pasando. También cree que lo que sucedió hoy en el barrio es algo que puede llegar a generar cambios, pero está segura que ella tiene que seguir adelante con sus ideas porque esa es la verdadera manera con la que puede lograr algún cambio para sus hijos. No está muy convencida que lo que sucedió hoy en el barrio sea algo de lo que aferrarse, porque en definitiva es algo diferente y las cosas diferentes pasan pocas veces. Ella cree en su familia, en sus hijos y en su barrio. Siempre que puede busca apoyarse con los vecinos. Por supuesto no con todos es fácil, porque no todos piensan ni hacen igual, pero está convencida que para logar cambios más profundos tiene que trabajar en conjunto con sus vecinos. Por eso opta por afirmarse sobre lo seguro, sobre su realidad, sobre el día a día y tomar esto que está sucediendo hoy como un empujón pero con cautela, no vaya a ser que por pensar que la salida está ahí uno se vaya a tropezar de la emoción y nunca terminar de salir.

Ahora veo que entra alguien más, Franco, el cuñado de Peco, hermano de Vero, que acaba de terminar de fumarse el cigarrillo. Todavía con olor a humo en el cuerpo, entra a la casa mirando al piso, con cara vacía y sintiendo cómo las miradas de los demás le pesan en las espaldas.

Vero lo mira fijo, diciéndolo todo sin siquiera abrir la boca. Él se da cuenta, pero simula no percatarse para poder seguir como lo ha hecho los últimos tiempos. Vero siente rabia y en el fondo él también. A Vero le duele por ella, por su sacrificio, pero también le duele por él. Hace 7 meses que vive con su hermana y está sin trabajar. Vero le consiguió una changa a través de su patrona pero la terminó dejando. Varias veces lo acompañó a buscar trabajo, pero él, pareciera no estar interesado en nada. Vero trabaja 14 horas por día de lunes a viernes y hace unas semanas que le está dando una mano a su patrona con la cantina del club los sábados hasta el mediodía para tener algún ingreso más. Franco sabe todo esto, pero trata de no saberlo para dejar de ver lo que está pasando.

Enseguida Peco le comenta a Vero algo sobre lo que habían conversado la noche anterior. Él le dice que ella tenía razón y ella le contesta que ya sabía que los voluntarios venían a trabajar porque tiene una compañera en la cantina que vive en una de las cabañas en su barrio. Peco le repite que se sorprendió que hicieran pozo sin chistar, (aunque a alguno le falte práctica quizá), que conversaran naturalmente y que se sintió muy bien compartiendo un plato de comida con esa gente. De hecho Peco se sorprendió a sí mismo, hombre de no muchas palabras, conversando sobre su vida, sobre sus tiempos de joven, sobre sus hermanos y sobre su visión de la vida y de la política, con gente que no conocía prácticamente. Pensó que seguramente sea más sencillo hablar estas cosas con gente que uno no conoce tanto, pero de todas maneras lo había conversado con alguien y eso ya era un comienzo.

Quedan todos en silencio Vero, Franco, Agus y Nati, la beba de 3 meses que cada tanto bosteza como para decir presente en esta noche de setiembre. Luego de ese espacio sin sonidos, Peco mira a Vero y le comenta que cuando terminen la casa, va a salir a buscar bloques para hacer una piecita para los nenes, que el Agus ya está en edad de dormir en un lugar para él y que Nati pronto va a pasar a dormir aparte también, que pronto van a necesitar tener más espacio. Vero sonríe y le da un beso. Le dice al oído que primero hay que dormir bien para mañana, para estar bien fuertes para seguir con la casa y que mañana de noche hablarán sobre el tema.

viernes, 27 de agosto de 2010

Basta de Maniqueismo

El maniqueismo nos aclara las cosas, también las oscurece. Se presenta frente a nosotros como una solución accesible, como una versión al alcance de nuestra razón, pero en el fondo no es más que una estructura irracional que nos conduce a conclusiones difícilmente acertadas. Aparece ahí, en medio de una búsqueda explicativa, como un camino aparentemente convincente y que bien formulado puede ser letal. Se nos presenta atractivo y seductor, incluso para quienes creen ser escépticos pero sin darse cuenta caen en las telarañas del maniqueo. Es una razón empaquetada, como para envoltorio y que busca clientes sin miedo. Nunca le tuve miedo, pues siempre creí ser un fiel buscador de la verdad. Sin embargo me da escalofríos cuando me encuentro siendo atrapado por esta medusa que se va escurriendo por entre las neuronas, cuando sin darme cuenta me acorrala y luego me doy cuenta de lo que pasó. Allí respiro y siento alivio de darme cuenta que no es así y que en realidad las cosas son distintas a lo que el maniqueo presenta. De todas formas me queda ese gustito amargo de haber sido atrapado, aunque sea momentáneamente, por esa enferma forma de pensar.
Pues claro, la realidad es más que compleja, y necesitamos modelarla con comportamientos que nos parecen adecuados. El maniqueismo es un modelado por demás simplista, que permite una primera aproximación y que por cierto, es errada. Sin modelos, no vemos la realidad pero con el maniqueo destruimos cualquier intento de verla de un modo genuino, buscando realmente la verdad.
Más letal es el maniqueismo cuando está en manos de los referentes y líderes populistas y demagogos que lo utilizan como herramienta permanente para establecerse y continuar haciendo lo que saben hacer bien, convencer a las masas de su visión simplista de la realidad y hacerse esclavos ellos mismos de estas reglas maquiavélicas. Pues pierden la esencia y quedan atrapados en el parecer, pierden las referencias de lo moral y fácilmente olvidan la tranquilidad que se necesita para pensar sin espurios y con un intento genuino de entender la verdad.
Algo está claro, el maniqueismo es bien práctico para quienes se aburren de pensar y prefieren aferrarse a una idea desde lo irracional. Es útil para quienes no tienen tiempo de pensar o prefieren no hacerlo por comodidad, pero a la larga deja estragos imborrables, altera la visión de la realidad y hace que nos volvamos cada vez más hipócritas. El maniqueismo en las masas, promovido por referentes es el opio de los pueblos, es la peor condena para una sociedad en la que comienzan a aparecer referentes que dejan de ser conscientes de su maniqueo y pasan a conducir incluso siendo víctimas de esa destructiva vía de razonamiento.
Algo está claro, hay pocas cosas que me conduzcan a lo irracional tanto como lo hace el maniqueísmo. Es algo que me saca de las casillas, pierdo la referencia y me cuesta argumentar. Luego, tranquilo, entiendo que no es más que una desdicha del ser humano y que hay que combatirla para llevar nuestra identidad con nosotros y promover, por sobre todo, el verdadero camino a la verdad.
Basta de falacias.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Peluquería "La Venganza"

Ir de buzo con capucha a una peluquería no es la mejor idea, pensé. Me vino la imagen de una capucha llena de pelos, como una montaña que me acompañaría detrás de la nuca, con una vaga idea de su tamaño y especulando sobre su forma. Me imaginé rascando mi cuello, tratando de sacar los infinitos restos de pelo recién cortado de mi nuca. Imaginé el alivio que se siente cuando a uno le pasan el cepillo ese, bañado en talco, la suavidad con la que acaricia el cuerpo y saca cualquier intento arrebatado de generar incomodidad y picazón. Pensé en el buen invento que era y en quién habrá sido la persona a la que se le ocurrió semejante cuestión, y que seguramente murió en el anonimato. Pensé en lo increíble de estar haciendo uso cada vez que uno se corta el pelo de semejante invento sin siquiera saber absolutamente nada de quien imaginaría tal cuestión por primera vez. Todo eso sucedió instantes antes de entrar en aquella peluquería, la más barata de la zona.
Al entrar, el ritmo de los secadores de pelo hacía acordes disonantes con la voz de Viviana Canosa, las revistas arrugadas mostraban noticias con fechas equivalentes a cuatro cortes de pelo hacia atrás en el tiempo. Analizando la población presente pude concluir que era el único hombre y con seguridad el tercero más joven y el cuarto más viejo. Pues había dos clientes mujeres, una de ellas con una nena de unos 5 años que correteaba por entre los sillones y jugaba con los pelos recién cortados, la peluquera madre y la peluquera hija, la discípula.
Había dos posibilidades, la madre o la hija, la experiencia o la innovación, lo clásico o la improvisación. Cuestiones del destino quisieron que la cliente que atendía la peluquera hija tuviera el pelo más corto, o que lo quisiera más largo, que su pelo fuera más corto de cortar o que simplemente la hija se hubiera aburrido de trabajar en ese cabello y decidiera unilateralmente que ese era fin de su obra, de su creación.
Por ello, mientras recordaba algo que había aprendido hace no mucho, el hecho de que las mujeres no van a la peluquería solamente para cortarse el pelo sino que existen otros servicios que no necesariamente incluyen tijera, mientras pensaba en eso, fue que terminé de aburrirme en la espera y pasar a sentir la adrenalina que sólo da la peluquería cuando está por llegar ese momento, el momento de esa pregunta en la que se juega todo.
No me considero una persona que se haga demasiado problema sobre el futuro cercano de su cabello cuando se encuentra en el sillón de los acusados, mirándose a sí mismo en ese gracioso atuendo con toalla cubriendo cual servilleta gigante a punto de comer un banquete. No me considero así, sino más bien desinteresado del destino del estilo. Lo que sí me genera cierta preocupación, cierta verguenza y que por lo tanto me da una ansiedad es esa pregunta que uno sabe que pronto vendrá desde el otro lado:
-"Cómo lo querés?"
Es ahí cuando uno termina de no comprender esta lógica. La pregunta es clara y yo entiendo su cometido, entiendo que sea preguntada pero entro en un gran problema y es que NO sé cómo responderla, pues si hay algo que no sé, es de pelo, de moda, de cortes y de términos técnicos acerca de estilo, pero como todo ser humano necesito cortarme el pelo o que otro lo corte por mí.
Sé que no sé porque cada vez que hago el intento vano de responder esto tratando de ser comprendido, no lo logro, pues no encuentro los términos, las palabras correctas y por lo tanto queda en el aire una sensación de inseguridad por parte del peluquero que lo hace poner en una situación difícil, a veces, dependiendo de quién se trate, hasta incómoda, en la situación de crear a pincel suelto y a tijera desbocada. Al no entender lo que el cliente quiere, se encuentran en una situación de improvisar e interpretar lo que intentó decir con pobres adjetivos y claro desconocimiento de la materia.
En ese momento es que en general llego a la misma conclusión, que luego, en frío, me doy cuenta que es un disparate, pero que en ese momento me parece lo más sensato:
Por qué, si son ellos los que saben, preguntan a uno que no sabe ni sabe expresar lo que no sabe, cómo quiere tener el pelo?
Claramente, hay en semejante reflexión un exceso de pasión y falta de raciocinio, pues claro está que el peluquero necesariamente tiene que preguntar aquello, lo que hasta el día de hoy no sé contestar. Pensé en lo mucho que quisiera que alguien me dijera una respuesta cualquiera, por más que no fuera la que yo quisiera dar, aunque sea para poder decir algo en ese incómodo momento.
A semejante pregunta, hice un intento, esta vez por ser comprendido y dije:
-Lo quiero así como lo tengo ahora, pero más corto.
Noté que se reía y que estaba pronta para dar tijera suelta.
Sin embargo, la peluquera hija, fuera del protocolo peluquero, por cuestiones de sangre joven, hizo algo que hasta el momento ningún peluquero de la vieja escuela me había hecho.
-No sabés, pero decime a ver...Cómo te lo peinás? Y me dio el peine para que hiciera la demostración.
Ahí me di cuenta que esta peluquera era distinta, no estaba atada a los que se comportan según las reglas del pelo antiguo, que luego de ese silencio incómodo sacan conclusiones propias y no las transmiten al cliente, dándose cuenta que quien responde no tiene idea y que son libres para hacer lo que quieren, sino que estaba realmente abocada en solucionar el problema de la expresión de quienes no sabemos ni sabemos cómo expresar lo que no sabemos. Sin embargo, para colmo de males mi respuesta fue sincera.

-No me lo peino, pero cortame como te parezca.
-No te lo peinás, pero algo te hacés, no? Insistió curiosa.
-Bueno sí, me lo acomodo un poco.
-Con las manos?
-Sí, un poco con las manos, sí. Así mirá.

Observó el movimiento de mis manos detenidamente y pude ver cómo imaginaba en su cabeza posibles estrategias a seguir. La vi seguro, como sabiendo lo que estaba a punto de hacer. Sin embargo a los pocos minutos ya estaba preguntando nuevamente.
-Así cómo va?
Me di cuenta que no preguntaba de atenta, sino más bien de insegura. Traté de no ser muy exigente como para calmarla y para que sintiera seguridad, dándole aliento sin decir mucho. Pues al fin y al cabo yo no era un cliente muy exigente y pronto vendrían otros que sí, entonces había que ensayar mientras se pudiera.
Luego de varias preguntas más, tuve que conducir un poco más el corte, un poco más de lo que a mi gusto tiene que conducir un cliente, pues existe un orden establecido de la libertad para conducir el destino del pelo por parte del cliente y por parte del peluquero. Ese margen de acción se establece entre ambas partes y es dinámico y no absoluto, dependiendo de las partes involucradas, margen que se establece por lo general con las primeras preguntas y queda determinado por el resto del corte y hasta una próxima sesión.
Me encontraba entonces encaminando el corte de pelo sin saber nada sobre la materia y al cabo de unos minutos ya estaba saliendo por aquella puerta, con menos pelo y más liviano, pensando en el mundo de las peluquerías, en su negocio, en sus códigos y dejando atrás de la picazón un poco más de pelo para que la niña que aún estaba revolcándose en el piso esperando a su madre, pudiera jugar con un pelo distinto, un pelo ondulado, de hombre y de alguien que no sabe ni sabe expresar lo que no sabe, aunque tenga curiosidad por un mundo que sabe que no será el suyo pero que sin embargo, por curioso que es, le gustaría saber un poco más, aunque sea para burlarse de lo que no sabe o que no supo en algún momento.