jueves, 4 de noviembre de 2010

Il grande starnuto

Era primavera, eso seguro, pero fue hace años. Seguro primavera porque había pelusita, de la de los plátanos montevideanos y esa pelusita fue la que desencadenó todo. Esa pelusita fue el maldito aleteo de mariposa que causó ese desbunde de reacción en cadena.
Iba en su mosquito a motor, eludiendo pozos e irregularidades intensas de la calzada que se hacían sentir hasta la tripa y el coxis, revolvían en cada golpe el almuerzo recién ingresado y hacían tartamudear al motor que con dignidad se preparaba, tomaba aire y dejaba todo su esfuerzo en la subida, terminaba boquiabierto, de lengua afuera y con saliva seca, jadeante pero triunfador, llegando a la cima y festejando la hazaña de haber superado esa subida que de primera vista era infinita e insoportable hasta para un mosquito de los buenos. Superaba un obstáculo tras otro y se paseaba con una cadencia agradable a la vista, irradiando en su entorno una suerte de optimismo placentero, y en definitiva, de movimiento y felicidad.

Ella estaba en su árbol, deshaciéndose de ansiedad por salir y actuar, por salirse de su hogar y hacerse de sus primeros intentos. Era una pelusita adolescente, que nunca se había animado a salir de su plátano. Se estaba preparando para el arrebato hacía tiempo, día tras día tomaba lecciones experimentales sobre cómo hacer para que su intento (con altas probabilidades de ser único), fuera exitoso. Veía cómo otras pelusitas agredían a transeúntes y los dejaban llorando, estornudando y con una suerte de picazón insaciable, que hasta las uñas de un buen guitarrista podrían ser insuficientes para calmar su histeria sobre la piel. Había visto toda una generación de jóvenes polens hacer estragos en los rostros citadinos. Había aprendido de grandes maestros, y estaba claro que estaba lista para salir y hacer historia.

Dejando al lector en pie de igualdad en cuanto al conocimiento sobre la vida previa de ambas partes, podemos proceder a relatar el encuentro, que sin dudas cambiaría el transcurso de la vida de dos mundos tan alejados como cercanos en la cotidianidad.
La pelusita pudo contemplar esa cadencia agradable a la vista del mosquito a motor y quien lo conducía. La pudo apreciar desde lo lejos y supo que sería el momento indicado para actuar. Él venía con la parte del casco para la vista al descubierto para disfrutar de esa brisa de temperatura agradable que estaba trayendo una primavera esperanzadora, que marcaba el comienzo del comienzo y que indicaba que todo lo bueno estaba por suceder. Sin que pudiera pensar en los males del mundo y en las injusticias del ser humano, sin que tuviera tiempo suficiente para meditar en cuestiones profundas, sin que pudiera suceder nada en absoluto de la vida que se le tenía preparada para un instante posterior, la pelusita se metió a una velocidad indeseada, como remolino, causando estragos de terremoto, llevándose todo por delante, dividiéndose entre nariz, ojos y boca y dejando consecuencias impensadas, marcando un giro vertiginoso en su vida, llevándolo por caminos no determinados previamente. Algo estaba claro y era que la pelusita había preparado una estrategia que tenía más de un plan de contingencia y que no se trataba de simples inexpertos polens.
El conductor estornudó de corrido unas 17 veces, hasta que vio que el casco estaba complicando el flujo natural que su cuerpo estaba eliminando a causa de la colisión indeseada anteriormente relatada. Comenzó a rascarse los brazos y luego el pecho, luego empezó a hacer ruidos con su garganta, como tratando de "rascársela" con métodos aprendidos en sus acampadas en el río. Un demonio con personalidad ansiosa invadió de repente su cuerpo, y en cuestión de instantes, se encontraba en plena avenida sin camisa, llorando un vaso de lágrimas por minuto, dejando cantidades importantes de lagañas a su costado y rascándose, dejando marcas sado-masoquistas en todo su cuerpo que eran fiel reflejo de su estado de desesperación.
Pasado el momento indeseado de picazón, y luego de estornudar durante 2 horas y media a razón de 1 estornudo por segundo recordó un consejo de su abuela que decía que para parar de estornudar era necesario ponerse el dedo meñique debajo de la nariz y mágicamente el estornudo se desvanecía. Hecho esto, casi al estilo santería, desapareció instantáneamente todo tipo de estornudo y alergia relacionada. Volvió a ponerse la camisa, el casco, encendió nuevamente su mosquito a motor y procedió a continuar su marcha.
Este acontecimiento desesperante hubiera pasado inadvertido si no hubiera sido por un segundo hecho aún peor. A la mañana siguiente este indeseable evento se repitió en forma idéntica, sin diferencia alguna hasta el ingreso de la pelusita en su cuerpo y con una diferencia notoria en su reacción. Se rascó, lloró varios vasos de lágrimas pero en cada intento de estornudo fracasó. Las ganas de estornudar estaban ahí, pero el hecho no se consumaba. Las ganas iban en aumento, pero la mezcla de flujos nasales no se disponía a salir en estampida. El deseo por eliminar impulsivamente todo el contenido de su nariz subía de manera infrenable e irreversible, y era insoportable la negativa de poder concretar su voluntad, su instinto, su reflejo. Algún bloqueo inconsciente estaba haciendo que sus ganas de estornudar no estuvieran en sintonía con alguna parte de su cuerpo, de su fisiología e impedían concretar algo que ya era tan desesperante como la cantidad de estornudos del día anterior. Estaba claro. Era ese dedo meñique. Lo colocó nuevamente debajo de su nariz y pudo notar que el efecto no se revertía. Probó con el meñique izquierdo, lo dio vuelta, luego con el índice, el anular, luego boca abajo, pero nada de ello era suficiente para lograr el efecto inverso de la receta de santería de su abuela. Seguía con ganas insaciables de estornudar. Seguía con el mismo deseo y con un efecto que iba creciendo cada vez más, que no lo dejaba vivir, ni dormir, ni comer, porque sentía que en cualquier momento podía venir el gran estornudo.
Pasó días así. Pasaron varias semanas y su nariz se iba hinchando cada vez más, y conforme se agrandaba su nariz, su olfato mejoraba y su deseo exacerbado por estornudar crecía en forma irreal. Era una sensación nunca antes experimentada y en cada instante iba en aumento. Sabía que en algún momento tenía que terminar de crecer y explotar en mil pedazos, pero eso no sucedía. Pasaron varios años y ningún estornudo. Casi como si fuera su segundo nacimiento, cuando se cumplía fecha del insuceso de la pelusita, iba hasta el plátano que había sido cómplice de semejante emboscada, y saludaba, dejaba algún regalo y pedía en forma de rezo que lo dejase estornudar nuevamente. Para el cumpleaños número 10 del insuceso, se preparó durante un mes, llevó una torta inmensa y varios regalos, invitó amigos y familiares y pidió autorización a la intendencia para poner un escenario junto al árbol donde varios grupos de renombre tocaron música esa tarde. Cuando la última nota dejó de sonar a lo lejos, cuando el último acorde se desvaneció en el aire y terminaron los aplausos de los invitados, se hizo silencio y un ruido como salido de una caverna irrumpió en la celebración e hizo eco y luego el eco dejó lugar a otro silencio, ahora con aspecto de fin.
Comenzaron a salir litros y litros de su nariz. Como si una gran canilla se hubiera abierto de repente y saltara un flujo inmenso de líquido contenido durante años. Un río de estornudo invadió la noche e hizo que la corriente nasal golpeara brutalmente a los presentes, dejando inconsciente a varios incluyendo al causante del gran estornudo. Desde su plátano, la pelusita contemplaba el horripilante desenlace y con una culpa que invadía su esencia optó por tirarse a la corriente nasal y dejar su vida por aquella causa.
Es así que estornudó y nunca más usó su dedo meñique para frenar impulsos naturales. Tampoco subestimó nunca más el poder de las pelusitas militantes de primavera.