lunes, 25 de agosto de 2014

Borrador de barro 2010

Llovía. Mucho. Más bien, llovía hace mucho. El barro aplastaba toda la escena, la ropa ya no estaba preocupada por enchastrarse. Caminaba por los pasajes de Unidad Casavalle, con un pilot, championes y medias que pedían cambio. Con apenas tres horas de sueño y la adrenalina de estar allí nuevamente subía la pendiente de uno de los pasajes, el de la casa de Graciela, el del árbol que tendríamos que cortar, el del caño que molestaría y el del cable con corriente que habría que sacar, el de la casa de Luis, el gran constructor y preocupado por sus vecinos, el que colaboró con su conocimiento y destreza en la materia.
Caminaba por allí, apurado, esquivando charcos y pensando en el barro de la otra casa, en el agua que circulaba en mis medias, en la fuerza que tiene el barro cuando uno tiene los pies sumergidos hasta la mitad de la tibia y trata de sacarlos. Pensaba en pilotes flotantes y en agua salpicada, en ojos con barro, en mejillas con estilo Pollock al natural.
Todos trabajaban en grupo. Yo también pero mi grupo era distinto. A simple vista iba solo, correteando por esa calle que tenía algo de balastro todavía. Estaba solo en realidad, pero mentalmente en grupo, comunicado, con una idea en común, con un objetivo global, con una causa que abarcaba más allá. Claro, eso requería abstracción. Por eso, en realidad estaba solo.
Cuando terminaba de subir por el pasaje, se cruzó un niño que apenas llegaba al metro diez.
Iba solo también, con una bolsa con pan, caminando tranquilo bajo la lluvia. Me mira y se da cuenta que estaba solo y que todos trabajaban en grupo. Con cara de adulto preocupado me dice:
"Te dejaron solo?"
Supuestamente era jefe de la zona, tenía las cosas claras, dónde estaban los camiones, los materiales, los nombres de los pasajes y de las familias pero en ese instante me sentí un niño y sentí que él no sólo ponía cara de adulto sino que actuaba como tal. Me dio gracia, me reí y le contesté lo que pude, como niño que era en ese momento. Repetí en mi mente lo que le quise decir al ver que no le causaba gracia y me di cuenta que siguió caminando, como adulto, tratando de entender por qué yo decía lo que decía y me quedé pensando todo lo que ya sabía ese niño diminuto, de uno de los barrios más pobres de Montevideo, de lo que le esperaba ahí afuera,  y de lo aún más diminuto que yo me sentía al ver esa realidad que estábamos intentando transformar.

domingo, 24 de agosto de 2014

Doña Rupertina

Zapicán, 23 de agosto de 2014

Hace exactamente un año fallecía Feliciano, esposo de Rupertina, nacido a 5km de Zapicán, localidad cercana a José Batlle y Órdoñez y José Pedro Varela, en el borde entre Treinta y Tres y Lavalleja, por si queda duda, se aclara, un rincón patriota de la república. Feliciano fue un niño de campo, aprendió el oficio desde temprano, se crió trabajando, con jornadas larguísimas de cabalgata, ganado, corridas, caídas y ordeñe. Su padre era hijo y ñieto de gaúchos de Río Grande do Sul, militantes de la república independentista y Garibaldi, que luego se unieron a las luchas en Masoller. Estaban acostumbrados a una frontera movediza, a ver el ganado cambiar de idioma, pero sobre todo eran personas que amaban su tierra y a su gente, en el seno de un país joven, que recibía docenas de barcos cargados de historias de guerra y con la vista puesta en un futuro menos amenazador, que pudiera cumplir a cambio de trabajo los sueños que cruzaban el oleaje del Atlántico. Desde que se lo recuerda haber aprendido a caminar, Feliciano cabalgaba la campaña, ayudando a su padre, y ni bien comprendió los detalles del trabajo, comenzó a hacerlo primero solamente con la compañía de su primo Ulises, apenas un par de años mayor, y luego a la temprana edad de 14 años ya se manejaba de manera completamente independiente. Difícilmente se lo viera a Feliciano merodear los pueblos, se acercaba a ellos de manera muy puntual y por cuestiones necesarias, a veces cuando el Ferrocarril Nico Pérez-Río Branco hacía una parada con productos novedosos para su labor. 
En ese entonces, Rupertina era una pequeña niña que se había criado entre algodones, hija menor de un matrimonio bilbaíno vinculado a los negocios rurales con grandes latifundios y estrechamente ligado a la política y las relaciones entre la jefatura y la capital. Su padre, don Ciriaco, era un hombre muy inteligente y hábil para los negocios. Siempre al tanto de las últimas novedades de lo que sucedía en Montevideo y Buenos Aires, era un emprendedor nato. Tanto era el amor que le tenía a Rupertina, que estaba en permanente contacto con las criadas en los detalles de su crianza, de lo que comía, de lo que vestía y de las actividades que tenían planeadas para ella. En el pueblo se burlaban de don Ciriaco, lo trataban de loco incluso, por meterse en asuntos que claramente correspondían a su esposa Ernestina.
A comienzos de la primavera del 26, Rupertina tenía 14 años y ya se perfilaba como una hermosa damisela, con un cabello liso y dorado, con unos ojos pequeños y tiernas mejillas. Comenzaba a ser de especial interés para quienes habitaban Zapicán y para quienes lo visitaban por cuestiones puntuales. Este último fue el caso de Feliciano, que por aquél entonces ya tenía 19 años y entró al pueblo cabalgando, apurado, buscando un producto veterinario que aliviase el dolor de su yegua. Vio cruzar la plaza a una joven de la mano de sus criadas y quedó boquiabierto. Las costumbres de la época le impedían establecer un diálogo directo a menos que tuviera una excusa concreta y respetuosa. Entró a comprar lo que buscaba, mientras pensaba qué hacer al salir para tener un diálogo, al menos indirecto y poder descifrar los encantos que se escondían detrás de esa joven. El producto no estaba disponible en la estantería y hubo que bajar al cofre donde el encargado se tomó unos minutos. Cuando volvió se encontró con un Feliciano transpirado, nervioso y sobre todo ansioso por terminar con la transacción de una vez. Feliciano salió con el producto en manos y se decepcionó al ver la plaza vacía de esa imagen que quedó grabada en su cabeza, con un cabello liso y dorado, con unos ojos pequeños y tiernas mejillas. Recorrió la plaza varias veces, dio la vuelta en los alrededores y no encontró nada, ni siquiera la nada, todo vacío. 
Los días que siguieron se lo notaba trabajador como siempre, pero con la cabeza en algo, que por momentos se parecía a la felicidad de haber encontrado algo importante, algo parecido al amor y por momentos también era el miedo, miedo a no encontrarla más y no saber nada de ella. Los días pasaban y esa imagen seguía grabada, marcada más fuerte que la última yerra. Fue a partir de entonces que Feliciano comenzó a ir más seguido al pueblo, en busca de productos veterinarios, se paseaba por las pulperías y pasaba varios mediodías repitiendo la escena en busca de esa imagen que lo había desorientado aquél día. Una y otra vez se pasaba por el mismo lugar, como queriendo generar la casualidad que parecía no llegar.
Preguntando y preguntando, llegó a través de un conocido de un conocido, a la conclusión de que aquél cabello liso y dorado, esos ojos pequeños y mejillas tiernas, eran las de la menor de las hijas de don Ciriaco, un estanciero con el que su padre había tenido alguna que otra interacción, cuidando el campo y participando de una esquila en alguna oportunidad. Fue así también, preguntando y a través de un conocido, que Feliciano se enteró que aquella vez que vio a la joven, fue la última que ella había estado al aire libre, tarde en la que comenzó a agravarse su estado febril, lo que luego el Dr. Aguiar diagnosticó como Tifus exantemático.
Pasó un tiempo que pareció eterno, con escalofríos, mucha sed y tos, mientras la fiebre no paraba. Luego comenzaron ciertos delirios que las criadas no comprendían del todo pero lo que más llamó la atención fue cuando su cabello comenzó a caerse lentamente, sacando vida a ese cuerpo cada vez con más erupciones. El Dr. Aguiar no veía mejoras. Pasaban los días y parecía un cuadro irreversible. Las noticias de la joven enferma llegaron hasta Minas, donde sus primas Esmeralda, Estrella y Esthercita se paseaban con sus vestidos recién confeccionados y sus zapatos recién traídos de Europa. Las primas se sintieron tan acongojadas con la situación de su joven prima que decidieron pedirle a los cocheros que las trasladasen de inmediato a ver de primera mano cuál era la situación de Rupertina. Al llegar a Zapicán fueron conscientes de los síntomas y los delirios y decidieron acompañarla en lo que era inevitable y era su lecho de muerte. Durante el día se paseaban por la residencia de don Ciriaco con cara de preocupación, y durante las tardecitas, tomaban el té en los salones de la aristocracia local donde desinteresadamente se mostraban frente a los pequeños guapetones, hijos de estancieros. 
Su hipocresía duró poco, hasta que con despiadada frialdad, se sentaban frente a la moribunda Rupertina, burlándose de su pseudo-estado de coma, diciéndole que sus días estaban contados y lo que era lo peor era que su belleza natural y tan llamativa, ya estaba completamente acabada hacía días y parecía que para siempre. La cosa fue tan lejos que en los días que siguieron se pasaron las tardes hablando a las risas y carcajadas, de las mejores opciones de zapatos y carteras negras para combinar con el conjunto de vestidos que ya estaban siendo diseñados para su funeral. Si bien el estado de Rupertina era cada vez peor, desde su estado cuasi vegetal, la joven parecía percibir el ambiente enrarecido de su habitación. Quizá por ello, quizá por orgullo, quizá por fortaleza natural y genética, quizá porque había una vida llena esperando afuera, no se sabe bien por qué, pero del estado moribundo, del coma permanente y de la muerte prácticamente inevitable, que hacía estragos en su cuerpo segundo a segundo, de repente, cuando su alma estaba a punto de desprenderse, un proceso igual de brutal pero en el sentido inverso, comenzó a mejorar su estado. Pasaban los días y su piel se iba liberando de erupción, la fiebre bajaba, los delirios comenzaban a espaciarse y atenuarse con el tiempo. En un par de semanas, cuando sus primas estaban ya haciendo las valijas para regresar a Minas alegando que su prima mejoraba y se podía valer con la ayuda de las criadas solamente, Rupertina se despierta, camina por primera vez, como un fantasma emergente se traslada hasta el cuarto principal sin mover siquiera una porción del aire empolvado de la habitación y le comenta a Esthercita: "Te olvidas de tu vestido negro".
Las primas salieron corriendo y regresaron a Minas tan rápido como pudieron. Con miedo, no quisieron saber más nada de su prima Rupertina por un buen tiempo. La vida quiso que en el otoño, Feliciano se encontrara nuevamente con Rupertina y que esta vez ella reparara en él y que Feliciano, que sabía que el caso de la joven, era algo de público conocimiento en esa diminuta sociedad, no tuviera escrúpulo alguno en dirigirse directamente a las criadas y le recomendara unos yuyos, tilos y tomate crudo, que según una curandera guraní proveniente del Mato Grosso surtirían un gran efecto sobre la aún convaleciente damisela. Así se sucedieron las semanas, con los paseos de Rupertina por la plaza y las visitas de Feliciano por la capital, cada vez con yuyos más eficientes y más consejos para recuperar a la joven antes de la siguiente primavera. Fueron meses muy intensos de enamoramiento y cortejo acompañado. 
Al comenzar el mes de octubre, don Ciriaco ya estaba al tanto del pretendiente y tuvieron que pasar 2 años más hasta que el incansable jinete, que seguía trabajando tan duro como el primer día lo hizo su abuelo en dichas tierras, lograra la aceptación de don Ciriaco, que ninguna gracia le hacía que el futuro de su hija estuviera en manos de alguien con más incertidumbre que nadie en el pueblo. El asunto es que don Ciriaco también estaba enfermo, así como su fortuna que desde que no estaba en actividad había caído fuertemente, pero confiaba en la fortaleza de aquél chico y supo ver en él la seguridad de que su hija iba a estar más que bien acompañada, e iba a ser amada como nadie más lo iba a ser. 
El destino también quiso que la joven, ya vuelta de la muerte, con su belleza intacta, se casara con Feliciano y que al cumplir apenas un mes de matrimonio, viera fallecer a su padre, que dejaba atrás una familia con fuertes lazos de sociedad, pero ya completamente empobrecida. Don Ciriaco murió en paz y su visión tardó, pero llegó a concluirse, pues Feliciano era un hombre de palabra, trabajador incansable y logró proveer de todo lo necesario a su mujer, en una época que el hombre debía hacerlo. Por su lado, Rupertina hizo lo suyo y crió cinco hermosos hijos, que luego fueron creciendo y llegaron a enamorarse igual que ella y le dieron los once nietos que ella tanto amó y hoy la recuerdan. Pasaron una vida intensa, llena de aventuras, de viajes por la campaña y de anécdotas que solamente algunos nietos atentos lograron retener. 
Hace exactamente un año, cuando llamaron a Rupertina para avisarle que su marido había fallecido hacía solamente siete minutos, subiendo las escaleras de un edificio de apartamentos de la capital, atendió una de sus nietas que estaba en su casa y antes que pudiera comunicarle la noticia, ella dejó de respirar y decidió inconscientemente acompañarlo también, en ese, su siguiente viaje.