sábado, 7 de marzo de 2015

Gallego

Gallego en Uruguay es sinónimo de español, aunque lógicamente se sabe que Galicia no es España, como un porteño no es Argentina. Pero bueno, se usan esas expresiones de todas maneras, para simplificar, generalizar y por supuesto, para ahorrarnos el trabajo de recordar la diferencia. Cuando llegué a Valencia me di cuenta, que Galicia era una cosa bastante más remota, más lejana culturalmente, de a lo mejor, varios detalles que sí estamos acostumbrados a ver en Uruguay. Acá se respira la influencia catalana. Se tiene su propio estilo, claro, el valenciano, la elegancia, la formalidad, lo educado, lo religioso, lo fallero. Está quizá a medio camino, e indeciso, entre un estilo completamente distinto del barcelonés, marcando por un lado su propio rumbo y por otro siendo una rama más del brazo catalán, que queriendo ser otra cosa distinta de España, tiene también a sus hermanos menores, que como tales, no siempre están dispuestos a seguir las rebeldías del mayor. Complejo, sí, pero dependiendo de las épocas, y en qué zonas uno se mueva, la balanza va hacia lo castellano o lo catalán, a veces logrando una cosa entre medio.
Volviendo a Galicia y el Gallego. Gallego, hasta hoy, para mí, con lo que crecí en Uruguay, era sinónimo de viejo pelado, de cabeza grande, con enormes orejas pobladas de pelos negros y grisáceos, de nariz, también peluda, puntiaguda, de ceño fruncido, manos de dedos gruesos y firmes, de poca estatura, de hablar rápido y en frases cortas y de cara seria, tan así que a uno como niño, lo invitaba a comportarse bien, sin decir tonterías, de hacerle fácil el trabajo, no sea cosa que el veterano se enoje. Gallego para mí es Baldomero, el  hombre que lo dejó todo y atravesó el mundo para esquivar el hambre a razón de larguísimas y duras jornadas de trabajo, de dolores de cabeza, de llagas en las manos de levantar cajones con verduras. Es eso, es también el veterano que se levantaba a las cinco de la mañana, en décadas pasadas e iba a trabajar al mercado modelo, es el mozo de La Pasiva, el que aún con cierta edad es capaz de memorizar bebidas, platos, puntos de cocido de la carne, excepciones y pedidos especiales, sin siquiera una hoja ni un lápiz que lo ampare en cualquier caso, y que por supuesto dirige su pedido a la cocina, con un grito ronco, raspando garganta y en clave de mozo que sólo lo entiende quien maneja la jerga porque trabaja ahí, o porque es asiduo. Es el fiel hincha de Villa Española, el de Central y también a veces de Peñarol.
La cosa es que hoy toda esa caracterización se desplomó, al conocer a un gallego, de los de hoy. Para mi sorpresa no es viejo, no tiene orejas grandes, no es pelado, no está medio sordo, no tiene dedos gruesos de trabajar levantando cajones. Tiene unos años menos que yo, se viste a la moda y usa smartphone. Imagino lo que sería conocer un niño gallego, eso sí que sería anacrónico. Este compañero, al menos, tiene ese marcado acento gallego característico que ni el cambio de época pudo sacarle. Es de pueblo, cerca de lo que en algún momento fue el final del mundo, donde los barcos, si seguían un poco más, se caían para siempre y los atrapaban los dragones, por donde luego, unos siglos después, partirían de a decenas, para irse para siempre, a otro mundo, con la incertidumbre como única cosa segura, además de la fuerza interior de construir en otras tierras lo que en las propias sería imposible por varias décadas.

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