jueves, 3 de junio de 2010

Justo ahí, comprendió.

Le faltaba el aire cuando se dio cuenta que ese dolor en el pecho era finalmente lo que más temía. Se dio cuenta en ese instante, con la muerte así de cerca, que la capacidad de amar es una habilidad que se desarrolla y que así como se desarrolla también puede volver hacia atrás para quedar como un hueso flaco, desganado y con el recuerdo de lo que fue y ya no es. Recordó en ese preciso instante la vez que se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de su enorme entrega hacia los demás y que ahora ya era un condenado que había desaprendido todo lo bueno que en algún momento pudo saber, o mejor dicho, creyó haber adquirido. Se dio cuenta que así como se aprende, se desaprende y así como uno desarrolla esa capacidad de empatía también se la pierde si no se está atento. Eso mismo, si no se está atento. Ahí le terminó de cerrar la teoría. Había que estar atento y se resolvía el enigma de la felicidad. Estar atento para no perder esa capacidad de amar, para no olvidarse de lo verdaderamente importante. Allí fue que imaginó por un momento que su enfermedad se daría por vencida y saldría de aquella sala blanquísima para dar una sorpesa a la vida con la cuestión resuelta: habiendo aprendido a vivir. Pero habiendo logrado semejante cosa, se daba cuenta que por primera vez estaba tan cerca de la vida como de la muerte. Pues durante toda su vida no había estado ni con una ni con otra, hasta ese instante, con la muerte de un lado y la vida del otro. Como recién vuelto de un viaje interior, miraba las cosas sorprendido, impresionado de sí mismo con una felicidad inmensa, la felicidad de entender la sencillez de las cosas y la plena confianza de poder morir con tranquilidad por el simple hecho de haber aprendido a vivir. Sin embargo le quedaba un deseo más: volver a la vida y compartir lo aprendido en ese abismo para que los demás no tuvieran que pasar por lo que pasó él. Imaginó que no lo comprenderían como él no comprendió a muchos cuando le advertieron. Se dio cuenta también que la seguía amando aunque el pasaje del tiempo hubiera endurecido su corazón para poder continuar. Se dio cuenta que había hecho lo mismo con los demás y que hubiera preferido entender esas cosas antes. Estaba feliz porque finalmente había entendido. Estaba triste porque era tarde. Sin embargo, el recuerdo de los consejos que no había comprendido en su momento le dibujaban una sonrisa en la cara por el hecho de darse cuenta que no había estado solo pese a haberlo creído así. Además, la esperanza de explicar esto a los demás y mostrarles su madurez en sus últimos minutos lo regocijaba y le hacía sentir que podía descansar en paz, pues ahora sí estaba seguro que había aprendido a morir con vida.

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