viernes, 18 de marzo de 2011

Risus

Nació en una diminuta aldea de aquél enorme país selvático. Una pequeñísima localidad, con unas pocas viviendas de adobe y de techos precarios, con calles de tierra y un aire empolvado, de color marrón grisáceo que se concentraba en su piel llegando hasta sus huesos. Nació un día después del terremoto con el que su madre había soñado semanas antes y que se repetiría una y otra vez en su cabeza en una suerte de deja vu desde aquél día y hasta el día de su muerte.
Una anciana centenaria tuvo la sensación de que aquél nacimiento estaría sellado de algo especial. Se encargó personalmente de esparcir por toda la aldea la idea de que ese niño vendría a imponer una sola cosa a este mundo: alegría.
Desde pequeño, Risus, como lo comenzaron a apodar las personas mayores por la forma extraña de su sonrisa, contaba con una independencia admirable y deambulaba por la aldea jugando, charlando y mirando a los payasos viajeros que de vez en cuando aparecían luego de pasar por las otras aldeas de la región rumbo al norte.
Su madre murió de una enfermedad desconocida y nunca más se supo su verdadero nombre, pues ya era muy conocido en todos lados por sus dientes que masticaban polvo a todas horas y compartían su sonrisa graciosa y sumamente contagiosa por lo que era impensable no llamarlo Risus.
Vivía de casa en casa, alegrando distintos ambientes sin decir mucho, simplemente sonriendo a todo lo nuevo que se presentaba ante sus ojos y desprendiendo carcajadas cortas cada determinado rato. Ya pronunciaba algunas palabras y como era de esperar lo hacía de forma graciosa, divirtiendo a los adultos que se aglomeraban en la plaza para contemplarlo como una extrañeza de la vida, como un trofeo de recompensa que dejó la catástrofe que marcó la historia de la aldea.
Más de niño empezó a hablar de una forma graciosa y pronto comenzó a contar chistes, algunos que aprendía con don Carmelo, el viejo italiano que hacía negocios con el trueque de mulas por caballos y otros que iba inventando con situaciones que veía o imaginaba. Empezó a hacer repertorios en las ferias, en las fiestas de abril y noviembre, hasta que un día don Carmelo le consiguió una fiesta en un pueblo cercano para que animara. El resultado fue todo un éxito, pues luego de varias horas de viaje a mula con el tano llegaron agitados a una fiesta que ya estaba comenzada y más que una fiesta parecía un velorio, situación que pudo manejar de una manera sorprendente y de la que enseguida se hizo amo y señor, gobernando por completo el estado de ánimo de los presentes. Era clara la razón por la que lograba esto. Contaba buenos chistes, se movía bien, manejaba bien sus manos, las pausas y las respiraciones pero sobre todo se reía tremendamente bien, de una forma genuina y contagiosa, que propagaba alegría en toda la sala. Era una risa que era completa, desde el sonido hasta la imagen desprolija y graciosa de sus dientes. Era impulsivo, muy ocurrente y estaba lleno de energía. Se movía de un lado a otro, era confianzudo pero respetuoso, sabía cruzar la línea y sabía no pasarse, se metía en temas que sabía que tenían respuesta inmediata y cuando se quedaba en silencio y sin argumentos, de los mismos nervios se reía y mostraba los dientes superiores de una forma tal que parecía un niño conejo buscando su zanahoria y la sala se inundaba de aplausos y gritos eufóricos.
Don Carmelo había viajado mucho, conocía infinitas culturas de oriente, del Africa negra, del Mediterraneo, de los países de Europa nórdica, Siberia y Oceanía. Llegó a aquella aldea buscando tranquilidad luego de su último viaje por las Amazonas haciendo negocios con las tribus locales. Era un veterano muy activo y ya había tenido suficiente descanso cuando se dio cuenta que el pequeño Risus estaba necesitando conocer el mundo, y que el mundo estaba necesitando de la alegría que sólo él era capaz de generar y compartir.
Fue así que partió con don Carmelo, sin rumbo claro y sin fecha de vuelta, pero con una misión evangelizadora de la risa que ambos comprendían a fondo y sabían el poder y alcance que ésta tenía. Luego de las primeras fiestas, luego de los primeros aplausos explosivos y salas llenas, luego de pasar varios meses y años viendo cómo se corría la voz que el pequeño Risus estaría allí y viendo cómo la gente viajaba varias horas en mulas sobrecargadas de familias enteras para verlo, luego de ver los carteles de bienvenida en cada pueblo y recién luego de darse cuenta que incluso después de las fiestas la gente lo esperaba afuera para seguir charlando y riéndose con él, fue recién ahí que se dio cuenta que lo que él tenía era más que una herramienta de supervivencia para la vida, era más que el pan asegurado, era una misión concreta para este mundo, era algo por lo que estaba allí. Nunca había creído en nada. Estaba más cerca del ateísmo que de otra cosa. Pero de algo estaba seguro y era que él estaba allí para una sola cosa: contagiar a la gente de la peste más grande de todos los tiempos, de su risa viajera, de sus dientes que crecían de una forma cada vez más extraña y se entremezclaban los de leche con las muelas, y luego más de grande con muelas de juicio declaradas en rebeldía. Había comenzado la Revolución de la Risa.
Fue así como en su aldea natal nunca más se supo de él ni del viejo Carmelo. Se decía que lo habían comido los tigres del África durante uno de sus grandes banquetes de bienvenida. También se decía que había muerto de frío en Siberia luego de haber trabajado en los Gulags. Sin embargo, nadie tenía la certeza de su paradero ni de su situación. Hasta que un día luego de 20 años viajando, un campesino pareció verlo, solo, caminando junto a un burro por la zona cafetera de Colombia y se encargó de llevarlo a un circo, con el que tuvo la oportunidad de volver a su pueblo, con la risa distinta, más madura pero siempre ardiente y contagiosa, para que los niños que sólo habían escuchado historias de él, y lo tenían como una imagen cuasi mitológica, pudieran tener la oportunidad de verlo, tocarlo y charlar luego de la gran fiesta de bienvenida que le hicieron.
No tuvo hijos que heredaran su don, y su sangre, según se dice nunca pudo ser replicada por ninguna amante experiente ni mujer con la que tuvo pequeños amoríos. Sin embargo se dice que aún luego de su muerte, visita algunos rincones, y merodea por distintos lugares contagiando a la gente de su espíritu festivo y alegre.
Gracias a los esfuerzos de los vecinos, hoy se puede ver un monumento en la plaza principal que no es más que dos hileras de dientes, unos cachetes arrugados y unos ojos vidriosos de una alegría que dejó para siempre y para todos en aquella pequeña aldea de viviendas de adobe y calles empolvadas de tierra que persigue el cuerpo y se mezcla en los dientes de la gente humilde de ese gran país selvático que ahora sí, sonríe para siempre.


miércoles, 9 de marzo de 2011

Lamparones cabelludos

Mis palabras. Hola buen día, se imaginará por qué vine. Me mataron.
Sus palabras. Quién te hizo eso? Decime por favor que no fue un colega? Si es así hay que denunciarlo.
Mis palabras. Quedate tranquila que no fue, fue alguien más, hacé lo que puedas, usá la maquinita si querés pero dentro de lo posible evitá raparme a cero. Gracias.





Cuánto sería entonces?

jueves, 24 de febrero de 2011

Enero del ´82

Es después de un fuerte período de exámenes cuando uno baja la pelota al piso y piensa en hacer todo lo que tuvo ganas de hacer mientras estaba bajo la presión insalubre del estudiante. Ponerse a punto con algunos amigos que hace días que no ve o que no llama, conversar con los vecinos, hacer sobremesa prolongada con la vieja, ponerse a leer algo que a uno le gusta. En definitiva, hacer que los platillos del malabarista de circo sigan girando, dándole impulso a los más desatendidos en las últimas semanas y lograr que la máquina siga sin perder el equilibrio. Buen momento para frenar un instante y mirar hacia adelante con perspectiva, volver a ser persona y tomar impulso para los próximos desafíos.
Así me encontraba, luego de comprar unos sombreros para hornalla en la zona de repuestos, pedaleando de casquete hacia la zona de libros amarillentos, en la calle Tristán Narvaja. No andaba con demasiado tiempo como para hacer un estudio de mercado y además ya sabía lo que buscaba. Era precisamente un libro que me habían recomendado y que me había atrapado el relato de quien me lo había contado, cosa que en general no tiene por qué suceder. Se trataba de "La guerra del fin del mundo".
Comprar libros usados implica básicamente dos cosas: por un lado gastar menos al costo de mayor nivel de amarillo en las hojas y por otro lado imaginar la historia previa del libro con la condena absoluta de nunca saber realmente lo que sucedió con él antes de llegar a las manos de uno, desconocer por completo los motivos de la venta al local y más aún desconocer absolutamente la vida del lector o los lectores anteriores.
En mi caso hay algo que provocó una sonrisa al llegar a mi casa y ver en la primera hoja una hermosa dedicatoria de alguien que seguramente quiso mucho a alguien más y que ese alguien más o sus familiares o los ladrones de su bolso tuvieron el coraje de salir a pedir dinero por ese libro que quizá haya significado mucho o quizá no, quizá la venta haya sido motivada por una ruptura amorosa o quizá no. El hecho es que ahora tengo un libro que en teoría me pertenece pero que tiene fecha antes de mi nacimiento y tiene una dedicatoria que no es para mí, sino para alguien más.
"Para mi querida Gaga, por muchos años.
Héctor
Enero ´82"

miércoles, 2 de febrero de 2011

Agenda Virtual

En realidad tiene diez años pero hace algunas preguntas que sorprenden. Más de chico anduvo preguntando si era posible que hubiera vida en otros planetas. Se los sabía de memoria, desde el sol hasta Plutón y para atrás. Luego se enteró que Plutón ya no es más un planeta y también se aprendió las lunas de Saturno, supo los orígenes de los nombres helénicos de las estrellas y los mitos que esconden detrás de sus nombres, los nombres de quienes las descubrieron y bautizaron, e incluso alguna historia de las que no se cuentan en la escuela sobre los científicos del Renacimiento. Claro, tiene un abuelo al que le gusta hablar de lo que sabe y por lo visto sabe bastante. No ha llegado a pasarle, como quizá le pasó con su madre y su padre, de tener la sensación de que no saben todo y que le explican las cosas a medias. No ha tenido ese disgusto y por suerte (dice él) aún tiene la convicción de poder aprender sin límites con el simple hecho de escuchar a su abuelo. Ha querido grabarlo varias veces, o por lo menos se le ha pasado por la mente, pero no lo ha hecho todavía. Pronto lo hará, de eso está seguro. Ni bien tenga un grabador lo hará. Está convencido que sea lo que sea que esté contando su abuelo, tendrá valor y que cuando sea grande lo escuchará recordando ese momento y los otros infinitos cuentos de su abuelo. Porque cuenta cosas que nadie sabe, cosas de la cotidiana de personajes históricos que le hubiera gustado conocer. Ya sabe que la edad de su abuelo no es tanta como para haber convivido con Napoleón, pero por alguna extraña razón, su abuelo sabe cosas como si hubiera participado en la Revolución Francesa. Alguna vez llegó a preguntarse, gracias al ejercicio de la duda que su abuelo le inculcó, si lo que su propio abuelo le cuenta será verdad. Pero un poco por razón, un poco por amor, le cree en forma incondicional.
Llegó a preguntarse si el hecho que haya vida en otros planetas, hace que Jesús haya tenido que estar en todos los planetas. Y si lo hizo, cómo, de qué forma. Sabe que el hombre fue a la luna, o por lo menos quizá lo haya hecho en el caso que sea cierto lo del gran paso para la humanidad, pero que Jesús haya estado en todos los planetas hace tantos años le suena difícil de imaginar. Alguien le dice que Jesús tenía ciertos poderes y que por lo tanto podría haber estado en todos los planetas para repartir su fe en todos lados, incluso al mismo tiempo. Eso no lo deja tranquilo, opta por desconfiar de Jesús, pero sabe que tiene que respetar a quienes creen en él.
Ve como su abuelo anota cada cosa, cada fecha, cada cita de discurso que le interesa. Incluso se maneja bien con Internet. Tiene mail, celular e incluso facebook. Es un abuelo pero a veces no lo parece. Se mantiene "en forma" con la vorágine de los avances. No le ha permitido a este mundo que lo vio nacer sin radio, que lo pase por arriba y lo destrate como lo hace con otros de su generación. Su amor propio no le permite eso y en una forma sumamente metódica se anota las cosas que tiene pendientes por aprender. Sabe las jergas de los jóvenes, de los adultos y de los viejos, de los de clase baja, de los de clase media y alta, sabe refranes en francés, inglés y alemán, maneja algo del japonés y siempre le interesaron los pensamientos de Mohandas K. Gandhi. Todas las noches lee una y otra vez fragmentos de "Reflexiones sobre la verdad", sin dudas la obra que más nombra.
Hace poco que ya no anota las cosas en su libreta y su vida ha pasado completamente al mundo digital. "Soy un maldito humano digital", le dice a su nieto. Le dice que su vida está anotada en el mundo binario y que ya no escribe cartas en tinta, sino que mueve los dedos como un gran pianista frente a su computadora. Es un gran instrumentista de la era digital y su cargada agenda se encuentra en internet. Ni siquiera la guarda en su computadora, pues le gusta consultar lo que hacer desde cualquier lado, por eso prefiere hacerlo on-line. Todo eso hasta que el pequeño lo sorprende con sus interrogantes:
-Abuelo, estás seguro de guardar todo, todo lo que hacés en internet, en una casilla de correo, tu agenda, tus contactos, los cumpleaños, las fotos, las cuentas de la casa, lo que escribís, tus ensayos y poemas, todo ahí? No es acaso arriesgar demasiado? Y si por alguna razón una orda de enormes tiburones destrozaran los tubos interoceánicos de fibra óptica y te quedaras sin nada? Y si costara millones repararlo y tus letras no pudieran viajar miles de km hasta llegar hasta el otro extremo del mundo para ser guardadas en una computadora del medio de Asia? Y si por alguna razón ese mundo virtual y abstracto no fuera tan benevolente y perfecto como parece e hiciera trizas tus pensamientos con el simple hecho de interrumpir ciertos procesos en computadoras lejanas que sólo unos pocos saben dónde están?
-Nada de eso pasará-le contesta-, y si pasara al menos los tiburones podrían saborear el encanto de la poesía que fluye a toda velocidad por el cablerío sin llegar a destino final.